El verdadero rostro del General San Martin - El retrato que desafia al tiempo

No es seguro quién sostuvo la cámara aquel día.

Algunos dicen que fue un francés; otros, que era un joven aprendiz que nunca volvió a ser visto en Boulogne-sur-Mer. La luz entraba por la ventana, y el general, que había visto más horizontes que la mayoría de los hombres, aceptó quedarse quieto.

Tenía alrededor de setenta años y fue con su hija Mercedes a un estudio cercano a su casa de la calle Grande Rue 113, en una convulsionada Francia.

Fue ella quien lo persuadió, quizá pensando que así fijaría para siempre el rostro de aquel padre que el exilio le había devuelto, pero ya lejos de su Yapeyú natal.


No pidió espada ni uniforme; sólo vistió su levita de doble abotonadura, chaleco y pañuelo al cuello.

Durante la sesión, el daguerrotipista realizó, al menos, dos tomas: en una, colocó la mano derecha dentro de la levita, al estilo napoleónico; en la otra, apoyó ambas manos sobre el apoyabrazos del sillón. El único que ha sobrevivido es el primero, que hoy se conserva en el Museo Histórico Nacional. El paradero del segundo es un misterio.

La exposición duró lo que dura un pensamiento triste. Afuera, el mar repetía una calma extraña, como si también supiera que era el último retrato.

En la imagen, los ojos parecen cansados, pero aún hay en ellos un resto de esperanza. Tal vez sea este el verdadero rostro de San Martín: no el héroe en mármol, sino el hombre que ya no esperaba victorias.